Argentina superó los 100 mil muertos por COVID-19 después de 494 días de registrar el primer fallecido. Se ubica en el puesto 11 de este ominoso ranking mundial. La avalancha de decesos se explican por un cúmulo de situaciones. Escalón por escalón, esto sucedió en la Argentina para trepar a una cifra que no estaba presente, a principios del año pasado, ni en la peor de las pesadillas.
El 23 de enero del 2020, el entonces ministro de Salud de la Nación, Ginés González García, minimizaba el impacto que el nuevo coronavirus -aún no había sido declarado pandemia- podía tener en nuestro país. “No, hasta ahora no tenemos ninguna posibilidad que no sea un caso importado”, dijo. Y poco después, redobló la apuesta: “Estoy mucho más preocupado hoy por el dengue en la Argentina que por el coronavirus”.
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Pasó más de un mes, el virus se había propagado desde China a Europa, donde hacía estragos, especialmente en Italia y España. Fue desde Barcelona que llegó el primer caso que tuvo nuestro país. El 3 de marzo, Claudio Ariel Pazzi fue diagnosticado con COVID-19 e internado en el hospital Agote, en medio de un enorme operativo de seguridad.
Apenas cuatro días después se produjo la primera muerte. La víctima fue Guillermo Abel Gómez, un recolector de basura y militante peronista que en la década del ’70 actuó en las villas de emergencia. Para Ginés González García -según expresó al Canal 12 de Córdoba tiempo después- el virus “comenzó con la clase media y media alta que viajaba”.
En medio de una gran incertidumbre, sin tratamiento ni vacunas por entonces, el presidente Alberto Fernández dio una improbable receta para combatir el virus. El 12 de marzo, señaló en una entrevista con Radio Mitre: “Según dicen todos los informes médicos del mundo, muere a los 26 grados. El calor mata el virus…”.
Un día después, Eric Luciano Torales, un joven empleado bancario llegado desde los Estados Unidos, eludió el cumplimiento del decreto presidencial que exigía 14 días de aislamiento. Fue a una fiesta de 15 e infectó a varias personas, entre ellas su abuelo, Luis María Suárez, que murió apenas dos semanas después. Fue la primera prueba palpable y contundente de la capacidad de propagación del virus.
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A mediados de mes, el presidente Alberto Fernández recibió un informe reservado del ministerio de Salud: las proyecciones llevaban a una hipotética cantidad de enfermos que iba de los 250.000 a los 2.200.000. No lo decía, pero de acuerdo al ritmo de decesos que se registraban en China y Europa, el cálculo daba entre 2.000 y 60.000 muertos.
Con esos números en la mano, el gobierno comenzó con las restricciones. El 15 de marzo se suspendieron las clases en forma presencial. Cuatro días más tarde, con 128 infectados y 3 muertos, Alberto Fernández -rodeado del jefe de gobierno porteño Horacio Rodríguez Larreta, y los gobernadores de Buenos Aires (Axel Kicillof), Santa Fe (Omar Perotti) y Jujuy (Gerardo Morales) anunció el aislamiento social, preventivo y obligatorio (ASPO) en todo el país. Como las restricciones a los vuelos y la ausencia de clases presenciales, la cuarentena iba a durar dos semanas. Pero se fue extendiendo cada vez más.
Para llegar a los primeros 1.000 muertos por COVID-19 habría que esperar un tiempo. El 21 de junio se llegó a esa cifra exacta. El 26, el Presidente señalaba que estábamos “llevando adelante una batalla con buenos resultados”. Pero el hastío se multiplicó, y ya no era fácil detener la salida de la gente. En menos de un mes, a mediados de julio, el número de fallecidos se había más que duplicado: ya eran 2.500.
En septiembre, el presidente Alberto Fernández reconoció: “La pandemia, finalmente, nos dejó más muertos de los que creíamos tener…”. El 28 de octubre, tras 222 días de cuarentena, se alcanzó la cifra de 30.071 fallecidos. Los decesos se multiplicaron: para noviembre, cuando la cuarentena cumplía 8 meses, el promedio diario de fallecimientos era de 300. Al terminar el año, el total de infectados ascendió a 1.613.928 y las víctimas fatales sumaban 43.163.
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En abril de 2021 la cifra de fallecidos trepó a 58.542. En un año se había pasado de 6 muertes por día a 267 cada 24 horas. Y los contagios diarios llegaron a 20 mil por jornada. Preocupado, el 24 de ese mes Alberto Fernández emitió un recordado discurso: “El sistema sanitario también se ha relajado. Y en un tiempo donde los contagios estaban disminuyendo, abrieron puertas a atender otro tipo de necesidades quirúrgicas”.
Las cifras de mayo fueron lapidarias en términos sanitarios. El 27 de ese mes se llegó a un récord diario de 41.080 casos registrados de COVID-19. En el lapso de 30 días, los muertos fueron más de 14 mil, para concluir en 64.096.
El sistema de salud amenazó con colapsar: en los primeros días de junio se comprobó que en 13 provincias, la ocupación de las camas de terapia intensiva estaban en un 80% de su totalidad. En Río Negro y Santa Fe estaban prácticamente saturados: alcanzaron al 97%. Neuquén y Corrientes con el 91% y San Juan con el 90% completaban el oscuro panorama, con pacientes aguardando una cama en pasillos o directamente en el piso, y ambulancias que demoraban hasta 24 horas para hacer un traslado. La vacunación, por su parte, alcanzó ese mes para que al 21% de los argentinos tuviera una dosis.
El 22 de junio se registraron 792 muertos, récord de muertos diarios. Con ese número, se superaron los 90 mil fallecidos.
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